Por Lohana Berkins
La sensación es la de estar viviendo un hecho histórico: se aprobó la ley reparatoria más importante para una de las comunidades más discriminadas, más segregadas, más olvidadas, que padeció con todos los gobiernos regímenes de amnesia programad
Nadie puede patentar este triunfo porque esta ley tiene una historia que arranca desde la creación del Estado argentino. Las travestis no somos una cuestión de esnobismo, ni de posmodernismo, ni de estudios culturales: estuvimos acá desde siempre. Estuvimos en todos los lugares y en todos los hechos poniendo el cuerpo. Somos la escoria que nadie quiere ver y que se intenta ocultar a través de zonas rojas, de “mándenlas a la orilla del río”, de la condena a la prostitución como única forma de supervivencia. Somos una identidad cloacalizada que recibe la mierda del resto de la sociedad. No podemos estar paradxs ahora donde estamos sacudiendo esta bandera de alegría inmensa sin recordar todas esas sonrisas, esos golpes compartidos, todos los insultos que vertieron sobre nosotras. La muerte de muchísimas compañeras por causas evitables es lo que más bronca me da cuando miro para atrás. La discriminación cuando deja de ser sólo un verbo, una palabra, también mata.
Cuando esta ley se aprobó en las dos comisiones conjuntas del Senado, festejamos, saltamos, brindamos. Volví a mi casa muy emocionada. Pero recién cuando me senté en el sillón y todo quedó en silencio, sentí una absoluta soledad. El vacío del cuarto. En ese momento me hubiese gustado que sonara el teléfono y escuchar del otro lado a tantas amigas que no están. Que mi amiga Valeria me llame y me diga en su tono salteño, como el mío: “¿Qué ha pasao, marica? ¿Qué ha pasao?”. Estaba todo, pero me faltaba esa frase. Y me vino a la memoria otra amiga que seguro hubiese empezado a gritar: “¡Copeteo! ¡Copeteo!”, que es el júbilo de las travas cuando empezamos a embriagarnos. Me faltó la famosa frase: “¡Ahí viene la cana, marica!”, para salir corriendo. Esas y tantas otras voces ausentes. Y los años pasaron sin que todavía pueda darme una explicación de por qué nos encarcelaban, por qué fui expulsada de mi familia, por qué se me negó el acceso a la escuela. En términos de militancia y lucha, no teníamos una formación o un grupo de pertenencia que nos contuviera, como ahora. Eramos nosotras y nuestro cuerpo ahí puesto recibiendo todo. Esto lo contamos, no para regodearnos en el sufrimiento sino para que tomemos dimensión de cómo, desde el año 2003, nosotras vivíamos en un apartheid. La casa siempre se reservaba el derecho de admisión o, si no, nosotras mismas nos autoexcluíamos antes de soportar un vergüenzón. Sabíamos que iban a llamar a la policía para que nos llevara, mientras hoy tenemos una travesti policía.
Que nosotras hayamos sido invitadas a la Casa de Gobierno a sentarnos a la mesa democrática para saber de qué se trata era impensable (no tantos) años atrás. Es inmensa la satisfacción que me produce saber que miles de niñxs travestis van a poder plantear su identidad sin ser violentadxs. No porque la discriminación vaya a desaparecer pero, por lo menos, va a haber un Estado que va a resguardar. Van a poder dialogar con otras sexualidades, construir su cuerpo sin la violencia y la marginalidad que pasamos nosotras.
El travestismo, con esta ley, deja de ser un crimen. El Estado reconoce y tensiona, así, el concepto de temporalidad, corporalidad, sexualidad, identidad. La ley provoca un cambio profundo porque, históricamente, los medios masivos de comunicación nos han asignado sólo lugares como las páginas policiales, los sensacionalismos, nos han usado siempre de forma bufonesca. Siempre se resalta de manera peyorativa nuestra hiperfeminidad o nuestra genitalidad, comparándonos por ejemplo con jugadores de fútbol. Siempre se cae en esos modos de discriminación. Esta ley es parte de la batalla cultural que hay que dar. Creo que hasta puede ayudar a replantear el concepto de “víctima” que circula en los medios con esa expresión tan infeliz como “murieron víctimas inocentes”. En esa dicotomía, el lugar de las víctimas “culpables” quedaba reservado a los negritos, las travestis, los villeros.
No es que a mí ahora se me dé por sentirme mujer. Yo soy Lohana Berkins. Siempre he sido y seré Lohana con o sin DNI. No es una cuestión de coquetería o la formalidad de un papel. Es atacar una cuestión medular: poner en la mesa la discusión sobre qué es la ciudadanía, quiénes componemos el Estado-Nación y qué porosidades existen ahí. No es que la semana que viene voy a declararme mujer, sino que voy a seguir teniendo un DNI que me va a poner dentro de la ficcionalidad (exitosa) de la ley. Pero la ley no borra ni mis prácticas, ni mi historia, ni mis dolores, simplemente me pone bajo cierto resguardo del Estado. Lo importante es que no perdamos por eso el valor crítico de nuestra diferencia. Lo que va a cambiar es un status jurídico, pero la construcción de nuestra identidad va a seguir pugnando en otros sentidos.
Otra cuestión fundamental es cómo esta ley ayuda a impedir a los fundamentalistas religiosos que conviertan en crimen un pecado. En todo caso, que vayan a administrar el pecado para quienes crean en esos dogmas religiosos, pero no para el conjunto de la sociedad. En realidad, la beneficiaria de esta ley es la sociedad entera, que va a poder mirar con orgullo este avance de los derechos humanos.
Uno intenta, ahora, anteponer la razón, pero el corazón siempre termina ganando, sobre todo en un país donde todavía hay tantas heridas sin sanar. Poder tener un documento que diga quiénes somos, que nos pongan un status de sujetxs políticxs es un avance muy profundo. Ese triunfo se festeja con mucha insolencia: ¡mucho escándalo y mucha furia travesti!