Quisiera enviar el relato de mi traumática experiencia a algún medio de difusión que se hiciera eco del mismo, entiendo que es un texto extenso, pero no he podido ni querido sintetizar su desarrollo y contenido.
Entre tanto llega esa oportunidad lo comparto con vosotras y vosotros.
Gracias y besos.
SECUENCIA DE UNA TORTURA
Mi pesadilla comenzó en el mismo instante en que descolgué el auricular del teléfono pidiendo la protección e intervención de la policía temiendo por mi integridad física ya que mi ex pareja sentimental había acudido ebrio al domicilio y su comportamiento no era el más halagüeño o tranquilizador.
Cuatro policías jóvenes, entre ellos una mujer, me conminaron desde el principio y en todo momento a interponer una denuncia contra mi ex pareja, a lo que yo me negué aduciendo que no lo consideraba necesario y que no veía lógico que me obligaran a realizarla, y mucho menos amenazándome con conducirme a la fuerza a comisaría.
No me dejaron mediar palabra ni dialogar ni razonar.
De repente uno de los agentes se abalanzó sobre mí de forma airada y despótica mientras el resto de compañeros me asían con saña y malas maneras esposándome por la espalda con los grilletes al máximo de su capacidad de tortura.
Como consecuencia de ese trato sufrí cortes y moretones en manos y muñecas, también en brazos y cuello debido a los golpes y envites que me propinaron mientras me empujaban escaleras abajo de mi vivienda mientras yo les suplicaba piedad para con mis perros que se habían quedado encerrados en las habitaciones
por orden expreso de los agentes, fuera del alcance de sus cuencos de agua y comida, y temiendo en todo momento por su seguridad y supervivencia.
No me dejaron liberarlos previamente ni coger las llaves de mi domicilio y cerrar la puerta a conciencia.
Una puerta entornada con una mera tracción por uno de los policías y que cualquier caco hubiera abierto sin dificultad y sin afanarse lo más mínimo desposeyéndome de mis pertenencias.
Me trasladaron en pijama a la comisaría de San José tras haber recibido en el tormentoso trayecto insultos como que “los travestorros no teníamos ningún tipo de derecho” “ni los disfrutaríamos jamás por más que Zapatero se empeñara”.
“Que éramos lo último, lo más ínfimo de la sociedad” “y que en su terreno o territorio ordenaban y mandaban ellos”, “que cerrase el pico y claudicara”.
Entre tremendos dolores, apostada de lado sobre el coche patrulla ya que los grilletes me impedían adoptar otra postura, fui paseada y exhibida como una delincuente cualquiera por las calles de Zaragoza.
Pasé una terrible e indecible vergüenza al ser expuesta a las miradas inquisitivas e interrogativas de la gente.
Bajaba humillada la cabeza sumiéndome en un incesante llanto.
No recuerdo haber llorado más en mi vida y en un espacio tan corto de tiempo.
Lloraba de impotencia, de rabia, de frustración, de indignación, de desesperación…
Pero mis lágrimas no lograron conmoverles ni arrancarles un minúsculo gesto de humanidad.
Me cacheó uno de los policías palpando impúdica y ofensivamente mi cuerpo, y antes de ser encerrada en los calabozos de la propia comisaría fui despojada de mis “gafas de ver” y del sujetador.
En todo momento se dirigían a mí tratándome en masculino entre risas y comentarios soeces y despreciativos.
Tuve que escuchar cómo me tildaban de loca.
Vi el odio reflejado en sus ojos, la maldad retratada en su rostro.
Llegué a temer incluso por mi vida.
En ningún momento me permitieron llamar a un abogado, ya se encargaron ellos de solicitar uno transcurridas muchas horas tras de mi ilícito e inverosímil encierro, ni ponerme en contacto con algún conocido para que auxiliara a mis perros, ni seguir mi tratamiento hormonal diario…
El calabozo era desolador, olía a sufrimiento.
Era un cubículo de azulejos blancos que casi rozaban el techo dando la sensación de una sala de sanatorio mental.
Creía haber enloquecido, haber sido apartada y olvidada del mundo.
Perdí la noción del tiempo, de la realidad…
En dicha estancia había además una taza, un finísimo colchón y una manta mugrienta.
En todas esas largas y desgarradoras horas sólo me dieron un bocadillo de queso y me sentí terriblemente culpable de comérmelo pensando en que mis perros estarían pasando hambre en ese mismo momento y yo no podía compartir con ellos ese mísero trozo de pan.
El agua, del grifo, caliente y calcárea, servida en insalubres botellas y vasos de plástico, cuando los había, ya que a veces se tiraban horas en reponerlos, era racaneada sistemáticamente a los allí encerrados.
Yo no me atrevía ni a pedirles un vaso de agua por temor y repulsión.
Si les pedían ir al baño para cualquier necesidad fisiológica montaban en cólera respondiendo que “ellos no eran los criados de nadie”, “que se aguantaran y no molestasen tanto”.
Mi voz se iba apagando lentamente, me faltaban las fuerzas y no pude en todo ese tiempo, que se me hizo eterno, echar aunque fuera un sueño liviano.
Mi único pensamiento eran mis perros y la sinrazón de mi encierro.
Quería morirme, dejar de sufrir tan injusta e inexplicablemente.
Si en vez de 48 horas me hubieran mantenido las 72 con que me amenazaban…
hoy no estaría escribiendo estos párrafos, hubiera acabado suicidándome.
Había una puerta de metal alta y gruesa y mis ojos se volvían hacia ella de forma insistente y obsesiva.
Mi idea, la que cada vez tomaba más fuerza y presencia en mi mente, era colgarme de esa puerta utilizando el chaleco verde que cubría mi torso.
Estaba ida y anulada, había sufrido una crisis de ansiedad y bajada de azúcar y en ningún momento fui trasladada a centro sanitario alguno, me atendió un equipo médico tirada en el suelo como un perro.
Aparte de todo esto estaba manchando de sangre el pijama al orinar sangre y con un tremendo dolor de riñones que me hacía andar encorvada, pero mis súplicas eran ignoradas persistentemente.
Sentía que me ahogaba, me faltaba el aire, la luz, el murmullo de la vida.
Aquella celda era como una tumba, sólo escuchaba el chirriar de los barrotes y el ir y venir de los detenidos.
Una procesión de seres humanos con sus miserias y esperanzas a cuestas.
No permiten que los presos fumen y sin embargo enfrente de mi celda había un detenido, supongo que amigo o confidente de la policía, que no paraba de hacerlo.
Inclusive recibía y hacía llamadas desde un teléfono móvil.
Yo no pude realizar la llamada de rigor a mi abogado o persona de confianza y a este individuo le dejaban hablar tan fresca y libremente por un móvil. Inaudito.
Un chino sordomudo, detenido por vender discos “piratas” gritaba en el doloroso silencio de la noche mientras oía como le insultaba y amenazaban con darle su merecido si no cerraba la boca.
Fue una experiencia horrible, la más aciaga e incomprensible que me ha ocurrido en mi vida, culminada con la tristísimo y traumática pérdida de uno de mis perros muerto por falta de atención y cuidados.
Imaginaba en la estrechez de mi celda a los inocentes que son ajusticiados y privados de libertad sin pruebas ni razón para a continuación ser torturados entre silencios cómplices y componendas.
Es algo que desgraciadamente ha pasado y sigue sucediendo en nuestro País, la policía tiene un poder desmesurado, muchas veces siniestro, por eso mucha gente no se atreve a denunciarles por falta de pruebas o por temor a ser represaliados.
Siguen teniendo ese halo de intocables, de estar o quedar por encima del mundo y de la ley.
Es un hecho incontestable que los malos tratos siguen existiendo en las comisarías, calabozos y cárceles de este País emulando los parámetros de las más represivas y sanguinarias dictaduras, de los tristemente famosos centros de tortura como Guantánamo o Abu Ghraib y suceden a unos metros de nuestras casas, tan obscenamente cerca.
Presuponemos que en España estas cosas no ocurren, no nos preocupa ni apiada el dolor ajeno y de ahí nuestra indeferencia y laxitud, creemos que la democracia impide estas monstruosas conductas y sin embargo son el pan de cada día, pasan desapercibidas y los culpables, amparados en su impunidad, se crecen y siguen perpetrando a sus anchas y con más aplomo sus vilezas.
Por eso hago un llamamiento a todas aquellas personas que hayan sufrido algún tipo de agresión o mal trato por parte de los Cuerpos de seguridad del Estado, esos que aparentemente están para servir y proteger a los ciudadanos y sin embargo se convierten con demasiada frecuencia en nuestros viles verdugos, que lo denuncien sin miedo ni zozobra, que entre todos rompamos esa coraza de inmunidad que les protege.
No nos engañemos ni paralicemos, nadie estamos a salvo de su arrogancia y arbitrariedad.
Tatiana Sánchez Mansilla
Entre tanto llega esa oportunidad lo comparto con vosotras y vosotros.
Gracias y besos.
SECUENCIA DE UNA TORTURA
Mi pesadilla comenzó en el mismo instante en que descolgué el auricular del teléfono pidiendo la protección e intervención de la policía temiendo por mi integridad física ya que mi ex pareja sentimental había acudido ebrio al domicilio y su comportamiento no era el más halagüeño o tranquilizador.
Cuatro policías jóvenes, entre ellos una mujer, me conminaron desde el principio y en todo momento a interponer una denuncia contra mi ex pareja, a lo que yo me negué aduciendo que no lo consideraba necesario y que no veía lógico que me obligaran a realizarla, y mucho menos amenazándome con conducirme a la fuerza a comisaría.
No me dejaron mediar palabra ni dialogar ni razonar.
De repente uno de los agentes se abalanzó sobre mí de forma airada y despótica mientras el resto de compañeros me asían con saña y malas maneras esposándome por la espalda con los grilletes al máximo de su capacidad de tortura.
Como consecuencia de ese trato sufrí cortes y moretones en manos y muñecas, también en brazos y cuello debido a los golpes y envites que me propinaron mientras me empujaban escaleras abajo de mi vivienda mientras yo les suplicaba piedad para con mis perros que se habían quedado encerrados en las habitaciones
por orden expreso de los agentes, fuera del alcance de sus cuencos de agua y comida, y temiendo en todo momento por su seguridad y supervivencia.
No me dejaron liberarlos previamente ni coger las llaves de mi domicilio y cerrar la puerta a conciencia.
Una puerta entornada con una mera tracción por uno de los policías y que cualquier caco hubiera abierto sin dificultad y sin afanarse lo más mínimo desposeyéndome de mis pertenencias.
Me trasladaron en pijama a la comisaría de San José tras haber recibido en el tormentoso trayecto insultos como que “los travestorros no teníamos ningún tipo de derecho” “ni los disfrutaríamos jamás por más que Zapatero se empeñara”.
“Que éramos lo último, lo más ínfimo de la sociedad” “y que en su terreno o territorio ordenaban y mandaban ellos”, “que cerrase el pico y claudicara”.
Entre tremendos dolores, apostada de lado sobre el coche patrulla ya que los grilletes me impedían adoptar otra postura, fui paseada y exhibida como una delincuente cualquiera por las calles de Zaragoza.
Pasé una terrible e indecible vergüenza al ser expuesta a las miradas inquisitivas e interrogativas de la gente.
Bajaba humillada la cabeza sumiéndome en un incesante llanto.
No recuerdo haber llorado más en mi vida y en un espacio tan corto de tiempo.
Lloraba de impotencia, de rabia, de frustración, de indignación, de desesperación…
Pero mis lágrimas no lograron conmoverles ni arrancarles un minúsculo gesto de humanidad.
Me cacheó uno de los policías palpando impúdica y ofensivamente mi cuerpo, y antes de ser encerrada en los calabozos de la propia comisaría fui despojada de mis “gafas de ver” y del sujetador.
En todo momento se dirigían a mí tratándome en masculino entre risas y comentarios soeces y despreciativos.
Tuve que escuchar cómo me tildaban de loca.
Vi el odio reflejado en sus ojos, la maldad retratada en su rostro.
Llegué a temer incluso por mi vida.
En ningún momento me permitieron llamar a un abogado, ya se encargaron ellos de solicitar uno transcurridas muchas horas tras de mi ilícito e inverosímil encierro, ni ponerme en contacto con algún conocido para que auxiliara a mis perros, ni seguir mi tratamiento hormonal diario…
El calabozo era desolador, olía a sufrimiento.
Era un cubículo de azulejos blancos que casi rozaban el techo dando la sensación de una sala de sanatorio mental.
Creía haber enloquecido, haber sido apartada y olvidada del mundo.
Perdí la noción del tiempo, de la realidad…
En dicha estancia había además una taza, un finísimo colchón y una manta mugrienta.
En todas esas largas y desgarradoras horas sólo me dieron un bocadillo de queso y me sentí terriblemente culpable de comérmelo pensando en que mis perros estarían pasando hambre en ese mismo momento y yo no podía compartir con ellos ese mísero trozo de pan.
El agua, del grifo, caliente y calcárea, servida en insalubres botellas y vasos de plástico, cuando los había, ya que a veces se tiraban horas en reponerlos, era racaneada sistemáticamente a los allí encerrados.
Yo no me atrevía ni a pedirles un vaso de agua por temor y repulsión.
Si les pedían ir al baño para cualquier necesidad fisiológica montaban en cólera respondiendo que “ellos no eran los criados de nadie”, “que se aguantaran y no molestasen tanto”.
Mi voz se iba apagando lentamente, me faltaban las fuerzas y no pude en todo ese tiempo, que se me hizo eterno, echar aunque fuera un sueño liviano.
Mi único pensamiento eran mis perros y la sinrazón de mi encierro.
Quería morirme, dejar de sufrir tan injusta e inexplicablemente.
Si en vez de 48 horas me hubieran mantenido las 72 con que me amenazaban…
hoy no estaría escribiendo estos párrafos, hubiera acabado suicidándome.
Había una puerta de metal alta y gruesa y mis ojos se volvían hacia ella de forma insistente y obsesiva.
Mi idea, la que cada vez tomaba más fuerza y presencia en mi mente, era colgarme de esa puerta utilizando el chaleco verde que cubría mi torso.
Estaba ida y anulada, había sufrido una crisis de ansiedad y bajada de azúcar y en ningún momento fui trasladada a centro sanitario alguno, me atendió un equipo médico tirada en el suelo como un perro.
Aparte de todo esto estaba manchando de sangre el pijama al orinar sangre y con un tremendo dolor de riñones que me hacía andar encorvada, pero mis súplicas eran ignoradas persistentemente.
Sentía que me ahogaba, me faltaba el aire, la luz, el murmullo de la vida.
Aquella celda era como una tumba, sólo escuchaba el chirriar de los barrotes y el ir y venir de los detenidos.
Una procesión de seres humanos con sus miserias y esperanzas a cuestas.
No permiten que los presos fumen y sin embargo enfrente de mi celda había un detenido, supongo que amigo o confidente de la policía, que no paraba de hacerlo.
Inclusive recibía y hacía llamadas desde un teléfono móvil.
Yo no pude realizar la llamada de rigor a mi abogado o persona de confianza y a este individuo le dejaban hablar tan fresca y libremente por un móvil. Inaudito.
Un chino sordomudo, detenido por vender discos “piratas” gritaba en el doloroso silencio de la noche mientras oía como le insultaba y amenazaban con darle su merecido si no cerraba la boca.
Fue una experiencia horrible, la más aciaga e incomprensible que me ha ocurrido en mi vida, culminada con la tristísimo y traumática pérdida de uno de mis perros muerto por falta de atención y cuidados.
Imaginaba en la estrechez de mi celda a los inocentes que son ajusticiados y privados de libertad sin pruebas ni razón para a continuación ser torturados entre silencios cómplices y componendas.
Es algo que desgraciadamente ha pasado y sigue sucediendo en nuestro País, la policía tiene un poder desmesurado, muchas veces siniestro, por eso mucha gente no se atreve a denunciarles por falta de pruebas o por temor a ser represaliados.
Siguen teniendo ese halo de intocables, de estar o quedar por encima del mundo y de la ley.
Es un hecho incontestable que los malos tratos siguen existiendo en las comisarías, calabozos y cárceles de este País emulando los parámetros de las más represivas y sanguinarias dictaduras, de los tristemente famosos centros de tortura como Guantánamo o Abu Ghraib y suceden a unos metros de nuestras casas, tan obscenamente cerca.
Presuponemos que en España estas cosas no ocurren, no nos preocupa ni apiada el dolor ajeno y de ahí nuestra indeferencia y laxitud, creemos que la democracia impide estas monstruosas conductas y sin embargo son el pan de cada día, pasan desapercibidas y los culpables, amparados en su impunidad, se crecen y siguen perpetrando a sus anchas y con más aplomo sus vilezas.
Por eso hago un llamamiento a todas aquellas personas que hayan sufrido algún tipo de agresión o mal trato por parte de los Cuerpos de seguridad del Estado, esos que aparentemente están para servir y proteger a los ciudadanos y sin embargo se convierten con demasiada frecuencia en nuestros viles verdugos, que lo denuncien sin miedo ni zozobra, que entre todos rompamos esa coraza de inmunidad que les protege.
No nos engañemos ni paralicemos, nadie estamos a salvo de su arrogancia y arbitrariedad.
Tatiana Sánchez Mansilla